El partidillo

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La vida puede ser un poco más llevadera a través de una pachanga de baloncesto con los amigos. Tras ese hilo, se edifica una historia llena de fuerza, desencanto y preguntas: ‘El partidillo’. Con este relato, iniciamos una serie quincenal de cuentos que serán alumbrados por el escritor gerundense Josep Pastells. Pastells, periodista de profesión y escritor de raza, no conoce la palabra indiferencia. Sus historias se trenzan con una honestidad visceral; son divertidas, entretenidas y sorprendentes. Contienen todas las gamas del carácter humano. Será interesante conocer los frescos con los que retrata este deporte un tío con altura y músculos para practicarlo profesionalmente. Pero Josep pasa de competiciones. O, por ser más exactos, la única que de verdad le interesa es la vida. La explora con un deje salvaje y humorístico; por eso le hemos pedido que nos enseñe algunas de sus jugadas maestras literarias en esta pista. Su mirada de baloncesto. Esperamos que os gusten.

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El partidillo

Josep Pastells

 

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Fuente: Rick Dikeman, copied to Commons from the English Wikipedia.

Sin necesidad de emular la grandeza (ni la talla, por decirlo todo) de los jugadores profesionales,

disputar una pachanga con los colegas puede ser una buena forma de hacer más llevaderos los días,

como nos expone Josep Pastells en su primer relato

 

Son las diez de la mañana de lo que podría ser un día cualquiera si no fuera el día del partidillo. Germán Santos se acaba de un trago su café corto y deja la taza en la barra. La camarera, ricitos cobrizos coronando un rostro exageradamente ovalado, le despide con una sonrisa antes de que abra la puerta del bar y, a paso ligero, se dirija hacia la pista. Ni siquiera tiene las medidas reglamentarias, pero los aros son sólidos y las redes metálicas todavía más.

 

Como de costumbre, llega el primero y se pone a calentar. Primero muy suavemente, con un trote cansino que al cabo de tres o cuatro minutos deriva en esprints muy cortos, de apenas quince metros, en los que pone a prueba su explosividad. Después empieza a hacer flexiones. Diez series de veinte. Al acabar, piensa que pronto llegarán los otros y coge el balón para practicar el tiro. Le encanta ponerse debajo del aro y encestar cien veces seguidas. O mil.

 

Las que hagan falta para evadirse de su triste vida de oficinista, de su trabajo de administrativo en una fábrica de leche que de seguir así las cosas acabará deshaciéndose de buena parte de la plantilla, de su dudoso papel de padre y marido en una familia que, de acuerdo con la dinámica general, parece encaminarse a la desintegración.

 

Camino de los 56 años, Germán todavía puede presumir de torso macizo. Lástima que me quedara en el metro setenta, piensa muy a menudo, dando rienda suelta a fantasías que le permiten liberarse, ni que sea momentáneamente, de su cruda realidad. Con 35 centímetros más habría sido un pívot imparable, de la escuela de Fernando Martín; si hubiera medido 1,92 o 1,93 habría destacado como alero, del estilo de Wayne Brabender, y con algo más de 1,80, o incluso con 1,80 pelado, ni Juan Antonio Corbalán me hubiera hecho sombra, se dice para sus adentros mientras encesta y encesta con la rabia que genera la frustración. Nada nuevo en su vida.

 

De hecho, lleva así desde los dieciséis años, cuando descubrió que ya no crecería más y pronto dejaría de ser de los más altos de la clase para convertirse en un individuo robusto y bajito, de esos que nunca serán pivots ni galanes,  que jamás podrán aspirar a machacar los aros o arrasar entre las chicas, que a lo largo de su existencia comprobarán una y otra vez que la mediocridad es su bandera, que lo suyo es subsistir a duras penas en una fábrica de leche y crear familias que tienden a desmoronarse porque no hay nada, nada de nada, que las mantenga unidas.

 

Cuando llegan Ritxie y Rafa, Germán ahuyenta como puede los pensamientos negativos y se concentra en el inminente partidillo. Al fin y al cabo, se dice aún, estos dos son tan bajos y feos como yo; tampoco se puede decir que sean la viva imagen del triunfo y, sin embargo, aquí están, dispuestos a sudar un buen rato y a disfrutar del baloncesto, una de las mejores cosas que nos ofrece la vida.

 

Cuando llegan los tres contrincantes (tres fracasados más, piensa Germán, por fin convencido de que lo suyo no es tan raro, de que casi nadie que piense un poco puede estar satisfecho con su vida) empieza el partidillo. Tres contra tres, como cada sábado a esa hora.

 

Años atrás eran cinco contra cinco, pero ya hace algún tiempo que siempre son seis y, de acuerdo con la lógica aplicable a su estado físico, utilizan sólo media pista. El equipo que encesta se queda de nuevo con el balón, pero tiene que salir de la zona para iniciar la jugada. Son partidos largos, intensos, a cien puntos. A veces se tiran más de dos horas, pero hoy es uno de esos días en que el balón entra con facilidad. Lástima que sea casi siempre en nuestro aro, piensa Germán, de repente cansado de tanto intento de tapón fallido, de tantos saltos inútiles, de tantos lanzamientos errados.

 

Cuando apenas llevan media hora pierden 72-27. Un capicúa vergonzoso. Por si fuera poco le duelen las rodillas y la espalda, pero sobre todo le duele el alma. A pesar de ello, lucha para recuperar su entusiasmo habitual y, en un alarde de tenacidad, toma las riendas de la remontada. ¡Podemos!, ¡podemos!, les grita a los otros dos. Como han visto hacer tantas veces a los equipos de verdad, se emplean a fondo en defensa. El premio no se hace esperar. Tienen más el balón y encestan mucho más. 84-60.

 

Un espectacular parcial de 12-33 que, sin embargo, puede no ser suficiente, porque sus contrincantes empiezan a seleccionar mejor el tiro y, para qué negarlo, ellos están agotados. Aún así, se entregan en cada jugada y el final parece no llegar nunca. Cuando lo hace (100-88), Germán piensa que debería estar contento por haberlo dado todo, pero después de estrechar las manos de compañeros y contrincantes no puede evitar que le invada un desasosiego feroz.